24 de abril de 2008



Entre la estolidez y el cinismo

(con perdón de Fabio Alberti)

La tontería, es cierto, no tiene signo político. Se puede ser un tonto oficialista o un tonto opositor. Pero la tontería política siempre sirve al poder establecido, siempre colabora a su mantenimiento, a su perdurabilidad. Vease sino la nota publicada por Rebanadas de Realidad y firmada por una tal Ana Moreno, presentada como vicepresidenta del ARI de Lomas de Zamora, bajo el título Quienes promueven la desestabilización de éste gobierno, que en realidad debería haber sido Quiénes promueven la desestabilización de este gobierno. No es que sobre un acento, sino que está mal puesto.

Pero todo el acento del artículo está puesto en un lugar equivocado, como se verá a continuación.

Dice la señorita Moreno: “Hace mas de 2 meses que se pronuncia la palabra 'golpe'. Durísimo, cruel, severo e inhumano término”. Y uno se imagina que a continuación descargará su ira contra los criminales cortes de rutas, contra el consecuente sitio por hambre a las grandes ciudades argentinas, contra las señoras que manifestaron el 25 de marzo con el retrato del chacal Videla, contra las perfumadas muchachas rubias que hacían con la mano el gesto de “Andáte”, contra la sistemática campaña de los grandes medios contra un gobierno llegado hace sólo cuatro meses. Y uno sigue esperando la denuncia de esas prácticas golpistas cuando después agrega: “El problema no es el término, el problema son las practicas (sic) y de donde provienen esas practicas (sic). La complicación es la expresión oral, corporal, gestual y la representación que ello implica". Tiene razón piensa uno, el problema no es una palabra, el problema es que los argentinos tenemos una larga experiencia en golpes de estado y sabemos perfectamente dónde y cómo se inician esos golpes: en el diario La Nación, en la Sociedad Rural, en CARBAP, en la embajada de los EE.UU., en los alrededores de la plaza Vicente López, en los countries de Pilar. Lo de la expresión corporal y gestual oscurece un poco lo que venía clarito y la última expresión “la representación que ello implica” termina por opacar la luminosidad del concepto, porque uno no entiende lo que quiere decir.

Pero el párrafo siguiente produce una llamada de alarma en la cabeza del lector: “Lo terrible, lo atroz, es la instalación en la opinión publica (por adopción o por oposición) de este termino y quien lo hace, encubriéndose detrás de una pseudo defensa de nuestra democracia”.

Y cuando agrega: “O alguien se puede adjudicar la democracia? O tiene un nombre y un apellido unidireccional y unilateral?”, la alarma se convierte en el penetrante ulular de sirenas de una decena de autobombas. ¿A quién se está refiriendo la señorita vicepresidenta del ARI de Lomas de Zamora? Por ventura ¿no estará intentando acusar a la presidenta Cristina Fernández de incitar al golpe contra ella? Pero, sin embargo, ¿qué quiere decir que “lo atroz, lo terrible” no es, contra lo que podría pensarse, generar las condiciones políticas para un golpe de estado, sino “la instalación en la opinión pública de este término”? ¿Por qué, continúa preguntándose uno, habla de “pseudo defensa de nuestra democracia”?

Con todos estos interrogantes uno continúa leyendo ya casi llevado por el suspenso de una novela policial. ¿Quién será el culpable de tantas atrocidades?

Y continúa la señorita Moreno: “Leo y releo, incansablemente las opiniones de los lectores de distintos periódicos nacionales. Con mucha preocupación, estos lectores también pregonan a través de la adscripción o el repudio el 'golpe'. En las calles, en los cafés, en la universidad, en el colectivo, con los amigos / as, con los compañeros / as de trabajo, en el almacén... " ¿Adónde irá a parar?, se pregunta uno, ya ansioso por llegar al final.

Y aquí aparece develado el “misterio profundo de la cosa”, como decía Julián Centeya: “Ergo, esta instaladísimo”. Y ¿quién se ha encargado de “instalarlo”? “Se ha encargado este gobierno”, dice la señorita Moreno.

Aunque parezca mentira, esta émula de la “Coti Nosiglia” de Boluda Total acusa al gobierno, objeto de una violenta ofensiva con claros contenidos golpistas evidenciados en todos los medios, de “instalar” –terrible, atroz- la idea del golpe, al denunciarlo, al denunciar la complicidad de la miserable e indigna oposición, de la señora Carrió y sus visajes hacia fuera de cámaras. Pretende, en su tonta construcción ideológica –se sabe que el papel en blanco acepta cualquier cosa- montar una teoría por la cual un criminal podrá excusarse de su homicidio con el argumento de que la víctima “instaló” la idea del crimen al gritar con desesperación “¡me quieren matar!”.

En efecto, la señorita Moreno-Nosiglia afirma sin rubor: “La dirigencia de este (nuestro) gobierno, a través de una planificación sistemática de hacernos creer que todo aquello a lo que no pueden dar respuestas, por incapacidad o por oportunismo decidioso (sic), es culpa y responsabilidad de otros".
“Esos otros somos nosotros / as. Todos y todas. Toda la sociedad ahora es de ‘derecha’”.

Así es, señorita Moreno. “Esos otros” son ustedes. No toda la sociedad, como, con chicana de picapleitos, afirma, sino ustedes, quienes, bajo la tutela de las clases más parasitarias y rentísticas de la sociedad, amparados por la impunidad que le dan los grandes diarios, los canales de televisión privados y el respeto irrestricto del gobierno a la convivencia democrática, son cómplices de un intento de golpe de estado. Un golpe de estado frío, más mediático que militar, con chicas rubias y uniforme escolar más que con gorras y bigotes, con más música de Sanz que marchas militares, con la finalidad de torcer la voluntad, expresada en las urnas de modificar la distribución del ingreso en la Argentina.

Todas sus apelaciones a la democracia, señorita Moreno, suenan como una carcajada en un velorio.

Caracas, 24 de abril de 2008

21 de abril de 2008

Caracas, 19 de abril de 1810 - Buenos Aires, 25 de mayo de 1810

En estos días se ha celebrado en toda Venezuela la fecha que motivó a Andrés Bello a una juvenil canción escrita unos años después, en la que cantaba: "Caraqueños, otra época empieza…".

El 19 de abril del año 10, las clases decentes de Caracas destituyen al Gobernador y Capitán General de la provincia de Venezuela, Vicente Emparán, e instauran una Junta de Gobierno que desconoce al Consejo de Regencia establecido en Cádiz y asume la representación de la autoridad en nombre del rey Fernando VII, a la sazón, como se sabe, en manos de los franceses. Los protagonistas principales de ese histórico Jueves Santo son entre otros: Francisco Salia, quien obliga al gobernador y Capitán General, tomándolo fuertemente del brazo, a volver al Cabildo Abierto del cual se había retirado para ilegitimar su sesión; el ignoto jefe de la guardia del Capitán General, que ordena a su tropa a no repeler la agresión física sobre la máxima autoridad; José Felix Ribas, el agitador que se arrogaba la representación de todos los partidos; el cura chileno Cortés de Madariaga, cuyo discurso llevó al Capital General, Vicente Emparán, a la renuncia final.

La historia ha inmortalizado un momento que, como en una fotografía, se condensa la complejidad de los hechos. Rojo de ira, por el discurso del canónigo chileno, Emparán, declaró que si no lo querían estaba dispuesto a abandonar inmediatamente el cargo. Y mientras hablaba, se dirigió al balcón del cabildo y no se sabe si por audacia o por desconcierto, preguntó a la gente que se había reunido a las puertas del edificio si estaban o no conformes con su gobierno. Al parecer, el pícaro y rebelde chileno, como un moderno productor de televisión, dudando sobre la lealtad de los presentes –muchos de ellos sirvientes y esclavos de los cabildantes- hizo, detrás de Emparán, con su dedo índice la seña de la negación dirigida a algunos de los que pertenecían a la conjura. Un tumultuoso "¡No!" respondió a la retórica pregunta del Capitán General, quien se retiró del recinto, exclamando: "¡Pues yo tampoco quiero seguir mandando!"[1]

Los mantuanos –la clase social de propietarios criollos cuyas mujeres tenían derecho exclusivo al uso del manto- habían logrado ese día, y bajo la "máscara de Fernando VII" –artificio político que se expandió como un reguero de pólvora por todos los cabildos hispanoamericanos- lo que sus anteriores pronunciamientos y rebeliones no habían obtenido.

1795 y el rechazo a la Real Cédula de Gracias al Sacar

El 10 de febrero de 1795 una Real Cédula dictada en Aranjuez y conocida como "de Gracias al Sacar", suspendía las infamantes consecuencias derivadas del carácter de "pardo, zambo o quinterón" y permitía a esas clases –determinadas por su composición racial- la posibilidad de obtener por compra el distintivo título de "Don" y hasta ciertos cargos administrativos, hasta ese momento un exclusivo privilegio de los blancos. La reacción de las clases propietarias criollas no pudo ser más enconada. El ayuntamiento de Caracas, en reunión del 14 de abril de 1796, resolvió enviar al rey una súplica para que se suspendieran los efectos de la mencionada Cédula. Su texto, publicado en la magistral biografía de Simón Bolívar, de Indalecio Liévano Aguirre, merece ser citado:

"Dispensados los pardos y quinterones de la calidad de tales, quedarían habilitados, entre otras cosas, para los oficios de la república, propios de personas blancas, y vendrían a ocuparlos sin impedimento, mezclándose e igualándose con los blancos y gentes principales de mejor distinción, en cuyo caso, por no sufrir este sonrojo, no habría quien quisiera servir los oficios públicos como son los de Regidores y el resto de todos los que se benefician y rematan por cuenta de la Real Hacienda, y podría originarse de esto discusiones de las respectivas clases, por la dispensa de calidad que se les concede a esas gentes bajas que componen la mayor parte de las poblaciones y son por su natural soberbias, ambiciosas de honores y de igualarse con los blancos, a pesar de aquella clase inferior en que los colocó el Autor de la Naturaleza"[2].

Poco caso hizo la Corona a este petitorio. En 1801 una nueva Cédula Real señala las tarifas para abandonar la calidad de pardos y quinterones, para obtener el preciado "Don", así como para la declaración de hidalguía y nobleza. La avidez fiscalista de los Borbones, que en su momento había permitido a los españoles americanos comprar sus recientes títulos de marqueses y condes, amenazaba con arrasar una estratificación social basada en el color de la piel y con el privilegio de los mantuanos. Estas clases propietarias de haciendas cafetaleras y de esclavos africanos entendía confusa, pero visceralmente, que la penetración de las ideas francesas en la corte de Madrid los convertía en depositarios de una misión: conservar en las colonias el viejo orden social. Como ha descrito con acierto el historiador, político y diplomático colombiano antes citado,"uno de los fenómenos más curiosos de anotar en el Nuevo Mundo por aquellos tiempos es el peculiar sentido revolucionario de los criollos: quieren la revolución contra España para conservar el orden tradicional heredado de la misma España"[3].

1808 y el rechazo a José Bonaparte

En julio de 1808, llegó a Caracas de un representante del Supremo Consejo de Indias con la finalidad de exigir el reconocimiento de José Bonaparte como rey de España y del príncipe Murat como teniente general del reino. La respuesta al recién llegado es un motín que se convirtió en una reacción de entusiasmado apoyo y fidelidad a Fernando VII. Mientras en las calles el pueblo de entonces aclamaba al rey y los sacerdotes godos lanzaban maldiciones divinas contra los franceses y sus diabólicas teorías políticas, los mantuanos, a la sombra de sus frescas mansiones, acordaban la constitución de una Junta Suprema de Caracas. Al día siguiente, logran que el capitán general, don Juan Carlos Casas, acepte la instauración de la nueva autoridad local.

Durante varios días logró Caracas reasumir la autoridad metropolitana en nombre de diversas clases sociales. La llegada de un comisionado de la Junta de Sevilla, don José Meléndez Bruna, logró que los españoles europeos –exclusivos administradores de la colonia- volviesen a levantar cabeza y se restableciese la autoridad española, mientras se iniciaba una investigación contra "los traidores a España y la Monarquía".

Los enviados españoles cumplían en las colonias el mismo papel que sus iguales en España. Como ha escrito Jorge Abelardo Ramos: "Mientras las tropas napoleónicas exterminaban a miles de españoles, Fernando VII, en cuyo nombre se combatía, adulaba rastreramente al sátrapa ensoberbecido. Tal era el patriotismo de la realeza y de la aristocracia de España que dominaba las Indias. (…) Todo el alto clero acató el nuevo orden extranjero. Lo mismo hizo el partido de los liberales 'afrancesados', que habiendo perdido toda fe en el despotismo ilustrado español para regenerar España, depositaban ahora sus esperanzas en el absolutismo bonapartista. De este modo se encontraron reunidas las clases más poderosas de España, la putrefacta aristocracia, la dinastía, la jerarquía eclesiástica y hasta el ala liberal"[4]

"El ejemplo que Caracas dio"

Pero en 1810, ese año crucial para Hispanoamérica, los criollos lograron imponer una autoridad de origen local por un tiempo más largo y convocando a hacerlo a todos los cabildos del país que, ya en el mismo mes de abril, comienzan a formar sus propias Juntas. Cumaná, Margarita, Barinas, Trujillo y Mérida serán los cabildos que responden afirmativamente a la convocatoria de Caracas.

Y un poco más de un mes después, en la lejana Buenos Aires, en el confín de la América española, una sociedad menos estamental y racista que la venezolana de entonces, siguió el ejemplo de Caracas.

A diferencia de la sociedad norteña, la esclavitud no constituía un modo de producción. Los "pardos y morenos" estaban en muchos casos manumitidos y formaban parte del sector artesanal de la pequeña aldea. No había plantaciones en el Río de la Plata y el contrabando era la principal actividad de los comerciantes porteños.

El espíritu rebelde, a diferencia de lo anotado por Liévano Aguirre, Picón Salas y la mayoría de los historiadores neogranadinos y venezolanos, no se había constituido en la defensa de privilegios sociales y raciales, sino sobre la defensa del virreinato ante los intentos portugueses e ingleses de ocuparla y sacarla de la heredad española para convertirla en colonia del nuevo imperialismo comercial marítimo.

La Junta porteña, la Primera Junta, tenía en su seno españoles europeos y españoles americanos, y su presidente era un gran hijo del Alto Perú.

Ni la de Caracas, ni la de Buenos Aires, se pensaban a sí mismas como embriones de pequeñas e indefensas naciones. Ambas, y todas las que surgieron en ese glorioso año de 1810, eran manifestaciones de la misma nación que asomaba, con brutales contradicciones y enormes dificultades, a la faz de la tierra.

Por eso es que, cuando la Asamblea del año 13 convierte la marcha de López y Planes en himno de guerra de las provincias del Sur, y cuando el dominio español había aplastado a sangre y a fuego la independencia venezolana, el fervor patriótico del autor pregunta indignado:

¿No los véis sobre el triste Caracas
luto , llantos y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?

Es que el poema que Vicente Salia le hiciera a las jornadas del 19 de abril, al calor mismo de los hechos, dejaban a las claras que la lucha no era de parroquia, sino continental.

Decía el caraqueño:

Unida con lazos
que el cielo formó,
la América toda
existe en Nación;
y si el despotismo
levanta la voz,
seguid el ejemplo
que Caracas dio.

Y en eso andamos los suramericanos últimamente.

Caracas, 21 de abril de 2008.


[1] Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar, 2ª. Edición, Editorial Grijalbo, Caracas, Venezuela, 2007, pág. 103. Raúl Díaz Legórburu, 5 Procesos Históricos, Academia Nacional de la Historia, Julio-Septiembre, Nro. 347, Caracas, Venezuela, 2004.
[2] Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar, 2ª. Edición, Editorial Grijalbo, Caracas, Venezuela, 2007, pág. 95.
[3] Ibídem, pág. 96.
[4] Jorge Abelardo Ramos, Historia de la Nación Latinoamericana, 2ª Edición, Senado de la Naci{on, buenos Aires, Argentina, pág. 116.