29 de octubre de 2014

La vida de un niño bien muy particular

“El Bolchevique de Salón”, el último libro del doctor Mario Rapoport, posiblemente el mejor historiador económico de la Argentina, debería ser considerado un verdadero acontecimiento en las librerías de todo el país. El grueso volumen, escrito con prosa diáfana y hasta con la tensión dramática de una novela, reúne varios géneros: es una biografía de un personaje desconocido en general, pero que Rapoport rescata hasta convertirlo casi en paradigmático. Es una historia de la Argentina agroexportadora y una historia política y económica de Alemania entre 1910 y 1935, con disgresiones sobre la historia de la Revolución Rusa y, sobre todo, de la Internacional Comunista antes de la muerte de Lenin. Es una historia de las corrientes del pensamiento económico que aparecieron en nuestro país a partir de 1930 y una historia del antiperonismo de izquierda, así como una magnífica cronología de la celebrada Escuela de Frankfurt, su transformación ideológica, sus peleas intestinas y, por último, una reflexión sobre el impacto que el antisemitismo hitleriano y el triunfo yanqui en la Segunda Guerra Mundial impusieron sobre el pensamiento de las élites académicas.

Todo eso.

Como se ha sabido por los diversas entrevistas periodísticas hechas al autor, el mote del título se refiere a Felix Weil, un argentino de origen judío alemán, hijo de uno de los grandes comerciantes de granos de nuestro Centenario, educado en Alemania quien desde la adolescencia adscribió a las ideas más radicales del marxismo alemán, en tiempos en que Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht confrontaban con el reformismo de Augusto Bebel y Karl Kautsky. Este apasionante escenario le permitió a Rapoport adentrarse en una fascinante investigación que necesariamente le permite describir los vericuetos íntimos del comercio de granos desde 1890 hasta la Primera Guerra, el relativamente desconocido papel jugado por la burguesía alemana de tiempos del Kaiser en este negocio y la complejidad de una economía que no se reducía tan sólo a la vinculación entre la oligarquía agrícolo-ganadera y el Reino Unido.

Europa en Guerra y en Revolución

La investigación de Rapoport se adentra también en el rumbo de la frustrada Revolución Alemana de 1919 y los años de la República de Weimar, así como en el análisis de las consecuencias que el Tratado de Versalles tuvo sobre la economía alemana, en especial, y sobre la norteamericana y europea, en general. Del relato de estos años surge con luz especial el impacto que la Revolución de Octubre tuvo en el pensamiento europeo occidental y el papel de la Internacional Comunista en tiempos en que Grigori Zinóviev -asesinado en las purgas stalinistas- era su Secretario General. Y la vida de Felix Weil es el hilo conductor de cada uno de estos momentos que han sido cruciales para el desarrollo histórico del mundo antes del estallido de 1939. Joven agitador marxista en las universidades alemanas, delegado de la Internacional Comunista en la Argentina, a la vez que alto empleado de Hermann Weil y Cía., la exitosa empresa exportadora de su padre, y un precursor informe sobre el estado político y social de la clase obrera argentina con aciertos, precisiones e -inevitablemente- confusión eurocéntrica.

De ese paso por Argentina y, fugazmente, por Chile, Weil vuelve a Alemania y logra convencer a su padre que financie con su inmensa fortuna -salvada de la inflación por ser en marcos oro- la creación de la Escuela de Investigación Social, un instituto de estudios marxistas independientes, y que se hizo famosa con el nombre de Escuela de Frankfurt, a cuya Universidad se encontraba asociada. Y junto al porteño Weil aparecen los nombres de  Georg Lukács, Karl Korsch,  Friedrich Pollock y el gran pintor expresionista George Grosz. Aparecen, como en una película histórica, las relaciones entre Weil y el creador del Instituto Marx-Engels, de la URSS, David Riázanov, también víctima del temible georgiano. Fue el Instituto de Investigaciones Sociales, con el dinero de Weil, el que logró que Riázanov publique los famosos Grundrisse de Carlos Marx, así como los Manuscritos Económico-Filosóficos, considerada la más importante obra de su etapa juvenil.

El primer descubrimiento que deslumbra en esta compleja investigación de Rapoport es el hecho de que la prodigiosa renta diferencial generada por la fertilidad milagrosa de la pampa húmeda era de tal magnitud que fue la base material sobre la que se fundó, ni más ni menos, que la más famosa escuela del pensamiento crítico europeo y que constituyó hasta el fallecimiento de Weil, en 1975, una de sus principales fuentes de financiamiento. La renta agraria argentina y la renta diferencial pampeana, ambas usufructuadas exclusivamente por la oligarquía terrateniente y las empresas exportadoras, no permitieron tan sólo, el despilfarro “rastacuere” en París, la construcción de los exquisitos palacios del Barrio Norte o los trasplantados castillos de la provincia de Buenos Aires, sino también el mecenazgo burgués en el centro mismo de la sociedad capitalista europea. Tal fue el tamaño del histórico saqueo llevado a cabo por el parasitismo oligárquico, mientras el país profundo sufría las condiciones descriptas por Bialét Massé en su famoso informe.

A EE.UU.

Seguir las huellas de Felix Weil a lo largo del siglo XX lo lleva a Rapoport a trasladarse a EE.UU., adonde se encaminó junto con la Escuela de Frankfurt. Sus relaciones sociales, ese discreto encanto de la oligarquía pampeana, pudieron más que sus juicios sobre el capitalismo y el incipiente socialismo soviético. Este niño bien, millonario desde muy joven, gracias a la herencia de su madre, fue también uno de los asesores del gobierno fraudulento de Agustín P. Justo y de su ministro Federico Pinedo -otro entusiasta juvenil de las obras de Carlos Marx- en la redacción de la ley de Impuesto a los Réditos, el primer antecedente del Impuesto a las Ganancias, y primer impuesto directo aplicado en la Argentina.

El libro de Rapoport se mete también con los trabajos de un Weil más maduro donde expresa un furibundo antiperonismo, si bien en todos sus trabajos considera que la clase terrateniente ganadera es el mayor impedimento que la Argentina tiene para lo que él considera un necesario proceso de industrialización. La experiencia bajo el nazismo, sus amistades argentinas -como Raúl Prebisch- y el deslumbramiento que en la posguerra produce el “rooseveltismo” y la sociedad norteamericana, convierten a Weil en un predecesor del pensamiento que luego se conocerá como “desarrollismo”: la idea que el imperialismo norteamericano es la clave para industrializar a nuestro país.

De pasada, Rapoport se la toma con Milcíades Peña, quien encuentra en el libro El Enigma Argentino, de Weil, escrito en 1944, datos y antecedentes para fundamentar también su antiperonismo acérrimo y la peregrina tesis de que Perón era un agente inglés. Tanto en Weil como en Peña, su admiración por EE.UU. y su mirada conmiserativa sobre nuestras propias posibilidades de desarrollo autónomo los llevaron a una profunda incomprensión sobre nuestro más trascendente fenómeno político: el peronismo.

Estos últimos capítulos del libro de Rapoport son muy interesantes y abren ricas posibilidades de reflexión, en la medida en que en los artículos y conferencias de los últimos años de Weil, cercano al partido Demócrata, se ven y presuponen algunas tendencias que hoy, a casi 40 años del fallecimiento del biografiado, conforman gran parte de las propuestas de los sectores conservadores.

Como nota final


La vida de Felix Weil, su periplo por todo el mundo occidental, sus relaciones juveniles, su fortuna, su vida amorosa, sus aciertos y sus errores, contados por Mario Rapoport, dejan en el lector la idea de que en ese libro está el material para una gran película sobre el siglo XX desde una perspectiva argentina. El Bolchevique de Salón es el mejor libro del año en un terreno tan árido como la historia de la economía. 

13 de octubre de 2014

Un revolucionario que sigue combatiendo en las nuevas generaciones

En el año 1967 llegó a mis manos, como un regalo de cumpleaños, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, una edición de Plus Ultra en dos tomos que conformaban una especie de el Gordo y el Flaco del mundo de los libros. El primer tomo, en color azul, era delgado, mientras que el segundo, en color amarillo, redondeaba las 500 páginas. Leer ese libro a los 20 años, en un país gobernado por un estulto general de Remonta, fue una revelación.
Por primera vez la historia argentina, las luchas políticas y militares que surcieron a sablazos y lanzazos la Patria Vieja, la riqueza ostentosa del Centenario, los hombres de pañuelo al cuello de don Hipólito y esos obreros peronistas que seguían llenando las plazas y las urnas, compartían la calidad que Francisco de Quevedo había hallado en el Amor Constante: “Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado”.
Esos espectros imponentes y heroicos, esos huesos blanqueados en los campos de batalla de todo el continente eran polvo enamorado que impregnaba de sentido el presente e iluminaba con luz trémula, pero brillante los días por venir.
Devoré al Gordo y al Flaco en semanas y me convertí en un predicador de sus certezas y visiones. Una legión de amigos y amigas de aquellos años contribuyeron, por mi insistencia, a convertir el libro en un “best seller” juvenil.
Conocí a su autor, Jorge Abelardo Ramos, un año después, en plena agitación de la CGT de los Argentinos. Acababa de llegar de un viaje a España y una visita a varios países latinoamericanos. Era entonces un hombre de 47 años, con el cabello aún más ígneo que el que lucía en la década del 80, cuando ya comenzaba a encanecer. Su conferencia de hora y media, en el Sindicato de Obreros Navales, terminó por deslumbrarme por completo. Su voz, sus gestos de tribuno, el uso irónico de adjetivos y adverbios, la capacidad epigramática de describir personajes y situaciones y un indoblegable optimismo sobre los históricos acontecimientos políticos y sociales cuyas vísperas estábamos viviendo, tuvieron, tanto en mi razón como en mis sentimientos un efecto que aún hoy, a 20 años del fallecimiento de ese hombre talentoso, soberbio y seguro de sí mismo, ejerce su influencia en mis convicciones políticas, literarias y estéticas.
Comprender al peronismo y a Latinoamérica
Creo que el principal aporte de Ramos al pensamiento argentino, y que fue la causa del impacto que tuvo sobre aquella juventud de los años '60 fue su comprensión del principal y excluyente tema de nuestra política: el peronismo. La explicación de cómo y por qué los trabajadores argentinos se encolumnaron detrás de un coronel y desarrollaron juntos un gran movimiento cuya tarea histórica fue la creación de un capitalismo autárquico e independiente, en un país soberano, con justicia social y proyección continental. El uso libre y creativo que Ramos hizo del instrumental marxista aplicado a un país semicolonial y su permanente vigilancia para no caer en el lecho de Procusto del marxismo extranjerizante, permitió que ese gran movimiento, el más importante y trascendental que ha generado el pueblo argentino, pudiese ser incorporado al análisis teórico político, sin caer en las categorías lombrosianas y descalificatorias con que la inteligencia académica argentina pretendía reducirlo a un fenómeno patológico.
En 1806, las tropas napoleónicas ocupaban el territorio alemán, dividido en una miríada de miserables principados, ducados y baronías, impotentes y con una población empobrecida y sin horizonte. Mientras Francia ponía en marcha su revolución burguesa y el Reino Unido se lanzaba ya a una industrialización fundada en el saqueo colonial, el antiguo imperio Romano Germánico dormía una bucólica siesta agraria, sus sembradíos eran hollados por tropas extranjeras y su sórdida aristocracia cazaba ciervos y acosaba rubias doncellas campesinas. En ese momento, un humilde e inteligente hijo de la Sajonia, en el límite oriental de la tierra tudesca, Johann Gottlieb Fichte, publicaba sus célebres “Discursos a la Nación Alemana”. Con los instrumentos ideológicos de su época propuso a sus contemporáneos la creación de un estado nacional para los alemanes. Apeló a los sentimientos patrióticos de sus contemporáneos e intentó movilizar a su pueblo para poder irrumpir en la historia moderna. Y cuando se inició la guerra de liberación del yugo francés, no vaciló en unirse a la milicia para sostener con la bayoneta lo afirmado con la pluma. Pasarían, no obstante, más de cincuenta años, hasta que el privilegio aristocrático y el miserable aislamiento de los príncipes fuese aplastado con puño de hierro por Bismarck.

Hace cuarenta y tres años, Historia de la Nación Latinoamericana de Jorge Abelardo Ramos propuso a sus contemporáneos -los jóvenes que en aquella época nos iniciábamos en la lucha política- la reconstrucción de un gran estado continental, apelando a la historia de nuestra emancipación y al imperativo que exigía, ya entonces, el futuro.
Como Fichte, Ramos no pudo ver la victoria de su llamamiento. El nuevo siglo, nuevos y extraordinarios dirigentes políticos, nuevas generaciones han comenzado a reconocer el mandato.
Y cuando volvemos a vivir tiempos históricos, en los que el pueblo reasume su soberanía y la ejerce, Jorge Abelardo Ramos ha encontrado, desde sus libros y artículos, a la nueva juventud que ha retomado el mandato de independencia, dignidad y unidad latinoamericana. Su prosa, su verbo y su estilo, filosos como sables, siguen dando combate.
Publicado en Miradas al Sur.
Buenos Aires, 5 de octubre de 2014



Desde el el 17 de octubre al siglo XXI

Con el fallecimiento de Antonio Cafiero se va uno de los últimos muchachos peronistas del 17 de octubre de 1945, esa juventud obrera y de clase media humilde que hizo la jornada histórica que dio luz al peronismo.

Discípulo de Diego Luis Molinari, el antiguo yrigoyenista y uno de los primeros historiadores de nuestra economía, Antonio Cafiero, un estudiante católico de 23 años, acudió con sus amigos a la Plaza donde habían comenzado a reunirse miles y miles de trabajadores del conurbano porteño. Fue uno de los más jóvenes funcionarios del gobierno de Juan Domingo Perón, quien reconoció en el flamante doctor en Ciencias Económicas, un talento que la revolución nacional en marcha no podía perder.

No compartió -y lo explicó muchos años después- la campaña anticatólica que se desató desde algunos pasillos del poder. Pero no por ello abandonó o enfrentó al gobierno que había abierto las puertas a las masas argentinas y lanzado al país al camino de la industrialización y la justicia social.

Con el golpe de estado oligárquico e imperialista del 1955, y junto a miles de peronistas de todos los sectores sociales, sufrió carcel y persecución.

Lejos de abjurar de sus convicciones, Cafiero publicó un libro que es un permanente recordatorio de la tarea transformadora de los gobiernos peronistas y del sentido reaccionario, antipopular y cipayo de los “libertadores” del 55: “Cinco Años Después” (1).

Desde ese año hasta su fallecimiento en esta mañana de octubre, Antonio Cafiero fue un militante cabal y entregado a la causa del movimiento nacido aquel 17 de octubre. El golpe de 1976 volvió a detenerlo y recluirlo en un barco fondeado en el medio del Río de la Plata.

La historia, los meandros inesperados de la política argentina, no permitieron que fuese presidente de la República, un cargo por el que luchó con hidalguía, desde las postrimerías de la dictadura cívico militar hasta las elecciones de 1989. Una vez más, la maldición de Mitre volvería a impedir que un gobernador de la provincia de Buenos Aires se convirtiese en presidente de la Nación.

Su pensamiento y su acción política expresaban el carácter nacional burgués y de un capitalismo autónomo, con base popular y obrera, que caracterizó al peronismo desde su nacimiento. La "renovación" justicialista que Cafiero expresó y por la que recibió fuertes críticas de sectores autodenominados ortodoxos, nunca tuvo, ni en las palabras, ni en los hechos, el carácter de cínica aceptación del status quo vigente y de resignación a la hegemonía imperialista que adquirió la política de gobierno de quien lo derrotase en las internas de 1988. Y cualquier intento ucrónico de suponer su eventual gobierno no es más que un ejercicio de la imaginación.

Su papel, en defensa del gobierno constitucional, durante los sucesos del levantamiento carapintada, siendo presidente del Partido Justicialista, enfrentado políticamente con el gobierno de Ricardo Alfonsín, muestran la diferencia que siempre existió entre el peronismo y los partidos liberales, de izquierda o derecha. No vaciló en concurrir a la Casa Rosada y manifestar con su presencia la solidaridad peronista con un gobierno constitucional amenazado. No fue, en esa oportunidad, un dirigente “de la democracia”, como si fuera una excepción a una regla. Fue un peronista experimentado en sufrir la cárcel y la persecución en cada momento en que la voluntad popular fue pisoteada por el despotismo oligárquico.

La política me dio la posibilidad de conocerlo personalmente y hasta de tratarlo cercanamente. Era un porteño elegante de los años '60, que recibía a sus amigos, a sus compañeros o al periodismo con algún chiste, con algún cuento de doble sentido, y con su voz un tanto engolada, que los imitadores no tardaron en remedar, daba una síntesis política o un informe de situación, siempre informado y justo.

En 1992, viajé a Chile para exhibir en una universidad la película “Cipayos” que dirigió Jorge Coscia. Un diario me hizo un reportaje, que salió a la mañana siguiente. A las 10 de esa misma mañana, una llamada en mi habitación puso en mis oídos la voz de Antonio Cafiero. Me invitaba personalmente a exhibir la película en la embajada para todo el personal. Y me recordaba que el helicóptero que aparece en la misma era el de la gobernación de Buenos Aires, que él mismo me había prestado para la filmación. Proyectamos la película en la hermosa mansión que es la sede de nuestra embajada mapochina y ahí explicó a su personal e invitados el origen del término cipayo en la política argentina. Recordó a Jauretche y los forjistas y volvió a mencionar que el helicóptero había sido su aporte a la filmación.

La muerte de Antonio Cafiero pone, en cierto sentido, punto final a un período de la vida política argentina: la que comenzó en 1983, con la derrota de Malvinas y el abandono del poder por parte de la dictadura. Se trata de un período que se extendió desde 1983 hasta el 2001. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre cerraron ese ciclo y la vieja Patria de la dignidad nacional, los derechos sociales y la unidad latinoamericana volvió por sus fueros. Antonio Cafiero supo reconocerlo. No fue ese el menor de sus méritos para que el gran movimiento popular argentino hoy lo recuerde con dolor.

(1) Por un error de mi frágil memoria escribí primeramente "Ayer, Hoy y Mañana", libro del que es autor el nacionalista Mario Amadeo, participante del golpe oligárquico de 1955 en el sector que encabezaba el general Eduardo Lonardi. En noviembre del 56 este sector fue barrido del gobierno y el liberalismo se adueñó por completo del gobierno dictatorial. Martín Güemes, que evidentemente lee con atención, observo mi equivocación y aprovecho para corregirla (22 de Octubre de 2014)

Buenos Aires, 13 de octubre de 2014

11 de octubre de 2014

12 de Octubre, Colón y "la raza cósmica"

La publicación Infobae, a través de la periodista Claudia Peiró, me hizo llegar un breve cuestionario sobre el 12 de Octubre. Esta fueron mis respuestas.

1) ¿Cómo calificaría la imagen que hoy se transmite de lo que fue el 12 de octubre, cuánto ha cambiado respecto a lecturas pasadas, y si es posible aplicar a esos acontecimientos categorías del presente tales como el genocidio?

- El sentido de la fecha del 12 de Octubre ha ido cambiando de significación, adecuándose a los cambios políticos, sociales y culturales que ha vivido nuestro continente. El Día de la Raza, fecha decretada por don Hipólito Yrigoyen, fue una reafirmación de nuestro mestizaje hispano-indo-africano que pobló nuestro continente, enfrentado a la reivindicación anglosajona que desde los EE.UU. pretendía, con la doctrina Monroe y el Big Stick de Teodoro Roosevelt, despreciar nuestro origen y génesis histórica. En ese sentido, el Día de la Raza -no de la raza española, cosa, que como Ud. sabe, no existe- sino de la “raza cósmica”, como llamó el gran José Vasconcelos -el ministro de Educación de la Revolución Mexicana- a nuestra fusión étnica, no fue para confrontar con nuestros hermanos de los pueblos originarios o de origen africano, sino para, junto con ellos, resistir la ofensiva cultural, económica y política del imperialismo anglosajón. Y fue justamente este imperialismo el que intentó desprestigiar la fecha, cargándola de un sentido racista, etnicista y purista que jamás existió en la cabeza de la generación que la asumió como propia. Recuerde a Rubén Darío en su Oda a Roosevelt cuando dice: “la América del gran Moctezuma, del Inca, / la América fragante de Cristóbal Colón, / la América católica, la América española, / la América en que dijo el noble Guatemoc: / «Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América / que tiembla de huracanes y que vive de Amor, / hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive. / Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol”. Este era el sentido profundo y desafiante con el que aquella generación sancionó el Día de la Raza.

Hoy, nuevas generaciones, nuevos desafíos, profundos cambios en la conciencia de los latinoamericanos, el protagonismo de esos “hombres cósmicos”, que son la fusión de todas las etnias de la tierra, le han dado al 12 de Octubre un sentido que ratifica aquella multiplicidad de orígenes, de culturas, de lenguas y dioses que constituyeron a nuestros pueblos.

Lo del genocidio es una extraordinaria tontería, cuyo origen ideológico hay que encontrarlo en quienes sí, de verdad y sin atenuantes, exterminaron sus pueblos originarios, que hoy han quedado reducidos a administrar algunos casinos en el estado de Nevada. Si una reciente investigación afirma, con pruebas en la mano, que el 56 % de la población argentina tiene genes indígenas, mal puede hablarse de un genocidio. Con todo el dramatismo que ese choque tuvo, con toda la explotación de la mano de obra indígena, con todo el saqueo de la plata potosina, aquí nació un ser humano que, como afirmó Bolívar, no es ni español ni indio, es americano.

2) ¿Qué piensa del traslado del monumento a Colón?

Imagínese que el traslado de un monumento no puede ser una cuestión capaz de generar un enfrentamiento irreductible. La estatua de Juana Azurduy de Padilla, donada por Evo Morales, tiene todo el derecho de cubrir el flanco que da al río de nuestra Casa Rosada, así como la homenajeada cubrió, en vida, el flanco norteño contra la penetración goda. El gran genovés, podrá otear el horizonte desde la Costanera porteña, quizás buscando encontrar “el sitio donde ayunó Juan Díaz y los indios comieron”, como, con belleza y calumnia histórica, dice Jorge Luis Borges.

Pero quedará para siempre el más grande legado que trajera a estas tierras y que los americanos hemos logrado conservar, desarrollar, enriquecer y renovar: la lengua de Castilla que, con García Márquez, Borges, Asturias y Gabriela Mistral, para dar tan solo unos ejemplos, dio al mundo la visión, el habla, la fantasía, los sueños y las vigilias de nuestros hombres y mujeres. Gracias a esa lengua podemos entendernos sin traductores desde el Río Bravo hasta la Bahía de Lapataia. 

Ese es el tamaño de la nación que podemos construir, si no discutimos por el destino de una estatua.