23 de mayo de 2015

Esperando el 25 de Mayo de 2015


Terminamos las actividades del Instituto Nacional Manuel Dorrego a las nueve de la noche y le dije a mis amigos, Horacio, Magdalena, Laura y Adriana que fuéramos hasta la Diagonal Norte para ver lo que se había armado para festejar el 25 de Mayo.
Fue una caminata emocionante que nos dejó exhaustos. Ahí estaban las pruebas de lo que hemos logrado en estos 12 años, ahí estaba la industria agromecánica y el cohete con el que vamos a subir nuestros satélites.
Ahí estaba el homenaje a los grandes militares patriotas, hombres y mujeres, que entendieron lo que significaba construir un país. Ahí estaba el recuerdo del general Guglialmelli y del general Leal, nuestro héroe antártico, nuestro explorador que clavó la azul y blanca en el mismísimo punto que marca el Polo Sur.
Y ahí estaban todas nuestras regiones productivas, con sus comidas y sus aromas. Y ahí estaba la Plaza de Mayo, nuevamente repleta de argentinos y argentinas felices como chicos escuchando, cantando y bailando lo que durante más de una hora cantó el Chaqueño Palavecino.
Y era una fiesta de olores, de sabores, de humo de parrillas, de vino y cerveza. Y me encontré con Jorge Dorio, feliz y emocionado, preguntándome cuántas veces había soñado con esto. Y estaba su hijo Franco, que ya tiene 24 años y es otro que celebra con nosotros esta formidable oportunidad que nos dio la vida.
Y lo vi y abracé a Martín Piqué y a su novia. Y hice chanzas con unos rotundos santiagueños que se bajaban felices una botella de vino que parecía hidromiel de los dioses.
Y todo el mundo se reía y hablaba fuerte y cantaba en una Avenida de Mayo convertida fugazmente en un jardín de las hespérides.
Y la vi a Evita en technicolor, gigante y hermosa. Y Evita hablaba por los altoparlantes y decía de su entrega total a Perón y a su pueblo y cantaban Evita Capitana como se hacía en aquellas otras horas en que los argentinos fuimos felices.

Y en verdad que la certeza de ser eternos, de ser inmortales, de que todo esa multitud de antes, de ayer y de mañana no morirá jamás y que todos estaremos siempre en ella me hizo sentir, de manera pálida, como en una fotocopia, lo que seguramente sintió Moreno y sus jóvenes amigos aquella mañana fastuosa y eterna, que se repite en cada oportunidad que los argentinos, por hambre de independencia, de libertad y dignidad, somos más argentinos que nunca.

19 de mayo de 2015

Los presidentes argentinos que eligieron sus sucesores

El primer presidente argentino que pudo determinar quién sería su sucesor fue Julio Argentino Roca. 

Dueño del poder después de haber derrotado militarmente al mitrismo porteño, en la figura de Carlos Tejedor, el tucumano, respetuoso del precepto constitucional que impedía la reelección, comienza a pergeñar quién lo sucederá en el cargo. Roca, que ha consolidado verdaderamente el poder presidencial y extendido su influencia provincia por provincia, quiere asegurarse que sus acechantes contendores, refugiados tras la figura patriarcal de Mitre -nunca demasiado lejos, nunca demasiado cerca de los pasos de contradanza del Zorro- no se alcen con un poder que le ha costado mucho esfuerzo y sangre argentina conquistar y afianzar y, con ese poder, el orden como objetivo del imperio de la ley o, por lo menos, de la legalidad.

Ante sus ojos, atentos y recelosos, se presentaba una especie de cuadratura del círculo que su pericia debería resolver. Su sucesor tiene que ser, obviamente del Partido Autonomista Nacional (PAN), esa paradójica creación roquista. “Aquí me encuentro, mi amigo con un gran partido. ¡Quién lo creyera! Un provinciano crudo y neto sucediendo y recogiendo el disperso partido de Adolfo Alsina”, escribe en 1880. Y debe ser un provinciano  que impida una recuperación del poder perdido por la provincia y que hoy se concentra en la ciudad Capital. Pero también tiene que ser alguien que garantice la continuidad de su influencia decisiva sobre el conjunto del país a través del PAN.

Y se decide por su concuñado, el cordobés Miguel Ángel Juárez Celman, amigos desde su época de residencia en Córdoba y de sus años de romance con las hijas de los Funes. Clara, la mayor se casaría con el tucumano y Benedicta Elisa, la menor, con el cordobés. Con los Juárez, Marcos y Miguel Ángel había preparado Roca su tesonero camino hacia la presidencia, habían sido sus confidentes, tanto en charlas familiares como a través de una frondosa correspondencia. Juntos habían tejido la espesa red, provincia tras provincia, que lograría derrotar a la Ciudad Puerto y establecer definitivamente la paz sobre el pobre país, sangrado en una interminable contienda civil.

El segundo presidente en condiciones de elegir a su sucesor fue don Hipólito Yrigoyen. También, y en mucha mayor medida que en el caso de Roca, la autoridad de Yrigoyen era de naturaleza personalísima. Su juego de silencios y medias palabras propio de una sibila, la distancia y fascinación casi religiosa que producía en sus seguidores el misterio de su hermética personalidad le habían dado el poder más personal que conocía el país desde los tiempos de don Juan Manuel, pero en condiciones totalmente novedosas, en donde las masas que lo adoraban no eran ya las caballerías pampeanas o los hombres y mujeres del barrio del Tambor. Eran multitudes nuevas y complejas, formadas por criollos e hijos de la inmigración, hombres de pañuelo al cuello, modistillas, maestras y empleados públicos. 

Tampoco don Hipólito, al igual que Roca, forzó el límite constitucional. La Constitución de 1953 y la idea alberdiana de la no reelección como forma de evitar y combatir el “caudillismo”, era para estos hombres y su generación la última frontera de la legalidad que garantizaba el orden de lo que alguien llamó “la república posible”.

Su elección recayó en Marcelo T. de Alvear, el nieto del héroe de Ituzaingó, el hombre más cercano al régimen que “la causa” acababa de poner fin.

Y nadie más.

Es obvio que en aquellas épocas la política tenía formas y mecanismos muy distintos a los de ahora. En primer lugar, el electorado era infinitamente menor en cantidad y, aun cuando el yrigoyenismo había introducido una forma de democracia de masas, podría decirse que en realidad era tan sólo de “de media masa”, ya que las mujeres quedaban fuera del padrón. No existían los medios masivos de comunicación  que hoy conocemos y los que había no tenían la penetración y el papel decisivo que hoy han adquirido en la manipulación de la información y opinión públicas. No existía la sociología electoral ni las encuestas y estudios de opinión, ni siquiera el mecanismo hoy conocido de boca de urna. De manera que los protagonistas se lanzaban a la aventura electoral con una gran dosis de imprecisión en los resultados, más allá del olfato político de los “punteros” y la fina intuición de los caciques locales y los resultados finales de las elecciones se conocían recién varias semanas después de realizadas.

Ambas decisiones fueron adversas a quienes las tomaron.

A poco de la “elección canónica” de Juárez Celman, éste desplaza a Roca de la presidencia del PAN y la asume él mismo, con lo que reestablece el Unicato instaurado por su “concuñadísimo” antecesor, en la idea de que su autoridad política no sería cuestionada mientras fuese presidente. Roca, al poco tiempo, le suelta la mano y es así que ante la primer crisis económica de su gobierno, queda solo y aislado ante la misma, sin el apoyo de un PAN que había dejado de existir como tal y de su astuto concuñado, dispuesto a dejarlo caer solo. De ese vendaval surgió lentamente el partido que terminaría por poner fin a la república posible, la República Oligárquica.

En 1923, un año después de asumir, Marcelo T. de Alvear se encuentra enfrascado en una pelea con los senadores yrigoyenistas y hasta con su propio vicepresidente, Elpidio González, también de la carpa de don Hipólito. Había nacido el “antipersonalismo”, la tendencia que terminaría por acercar al partido del Parque con los conservadores del “régimen falaz y descreído”.

Cuando, dividida la UCR, el viejo caudillo de Balvanera vuelve a ocupar la presidencia, ganando las elecciones a los “antipersonalistas” de la UCRA, a quienes apoyan los conservadores que declinaron la candidatura de Julio A. Roca (h), algunos hombres de don Hipólito le gritaron “Traidor!” al presidente saliente. Posiblemente haya sido la primera vez que se escuchó ese grito en el Salón Dorado de la Casa Rosada.

El otro gran caudillo popular argentino, tres veces presidente de la Nación, Juan Domingo Perón quizás pensaba en estas experiencias cuando proclamó “Mi único heredero es el pueblo”.


Buenos Aires, 19 de mayo de 2015

18 de mayo de 2015

Marcelo Sánchez Sorondo y nuestro laberinto

Marcelo Sánchez Sorondo, don Marcelo, fue un dirigente histórico del nacionalismo argentino, director de Azul y Blanco, un periódico doctrinario con el que intentaba influir en las FF.AA. Allí fue secretario de redacción Juan Manuel Abal Medina (padre), hasta que se convirtió, en 1972, en Secretario General del Movimiento Peronista, por decisión de Perón. En su regreso al país, el general Perón reconoció a esta corriente intelectual y política e invitó a Sánchez Sorondo a ser candidato a senador nacional por la Capital Federal en las elecciones de 1973. Integró, entonces, la lista del FreJuLi y compitió, en ballotage, con el candidato a senador por la UCR, el joven profesor de Derecho Procesal, el cordobés Fernando de la Rúa. La ciudad de Buenos Aires prefirió votar a un cordobés liberal, que a un verdadero porteño nacionalista. Así se inició la carrera política del procesalista que terminó en el helicóptero del 2001.
Don Marcelo, fallecido en 2012, pocos días antes de cumplir sus cien años, era un brillante escritor y un cultísimo historiador político. Obviamente alejado del marxismo y de toda concepción materialista, sus interpretaciones sobre nuestra historia contienen siempre el agregado de un conocimiento de los personajes y del ambiente social al que pertenecieron, con una mirada proustiana, como si se tratara de viejos recuerdos o historias familiares contadas en la mesa. Miembro de la clase dominante que surge con Julio Argentino Roca, Sánchez Sorondo ve el proceso histórico argentino, sobre todo a partir de 1853, con el sentimiento de formar parte de esa casta de hombres que intentaron forjar lo que el llama “la República posible”, pero tiene la inteligencia y largueza en la mirada que le permite, además, percibir los límites sociales, políticos, ideológicos y económicos de ese intento.
Estoy llegando a las últimas páginas de lo que, creo, ha sido su último libro, “La Argentina por dentro”, editado por Sudamericana en 1987, que tenía desde hace tiempo en mi biblioteca y cuya lectura había postergado injustificadamente.
Quiero transcribir un largo párrafo de ese libro, para ofrecer al lector una muestra del estilo preciso, de relojería de don Marcelo, y la pulcritud de las reflexiones psico-sociales de un hombre cuya experiencia vital está en las antípodas de las innúmeras masas que se expresaron tras estos dos caudillos, Yrigoyen y Perón:
Nada más distinto, más opuesto incuso por sus temperamentos respectivos y sus formas de actuación, que las dos personalidades de Yrigoyen y Perón. Son dos mundos individuales, dos cosmovisiones que no guardan entre sí semejanza alguna. Desde luego, Yrigoyen pertenece en cuerpo entero al siglo XIX, cuya vigencia se extiende aquí hasta la primera posguerra, al paso que Perón es decididamente un hombre del siglo XX. Mientras aquel se escuda en su reserva, ceñida por su introversión, éste, en apariencia llano y accesible, ostenta una prodigalidad verbal desbordante que se fue derramando, estrepitosamente, en la vida pública argentina. En Yrigoyen, pues, la nota original y más llamativa era el misterioso ascendiente que a pesar, o mejor dicho, a causa de su retraimiento ejercía sobre las masas a las cuales jamás se dirigió directamente. Perón, en cambio, para tomar posesión de la mayoría y convertirse a su vez, en el ídolo del pueblo se valdría del instrumento de la palabra que se concertaba con una sonrisa gardeliana y un matiz sentimental, a su modo inédito en el escenario de nuestra política. Contribuía a ello la presencia en verdad insólita de Evita, cuya incorporación a esas faenas viriles, que hubiera sido inconcebible para el estilo de Yrigoyen, marca la inmensa distancia psicológica que media entre el relativo anacronismo del uno y la imperiosa modernidad del otro”.
Yrigoyen transmitía sus consignas como si fueran secretos en el trato directo con los correligionarios a los cuales seducía por contagio, por trasmisión traslativa de su imagen efectuada, paso a paso, y de individuo a individuo. Con otro ritmo, Perón desde el balcón y la voz estentorea del megáfono o através de la radio, que penetraba hasta en los hogares más cautivos por la distancia y la soledad, difundía sus mensajes con la potencia vertiginosa de un huracán. Yrigoyen desde el llano con sortilegios milagreros conquistó al pueblo y luego, en andas del sufragio, al Estado. Perón, a la inversa, fue aupado primero por el proceso militarque se inicia en 1943 y le entrega algunos resortes decisivos del gobierno -la Secretaría de Trabajo, el Ministerio de Guerra, la Vicepresidencia- y merced a su utilización oportuna y copiosa desde el poder alcanza su enorme proyección popular. Ambos eran “populistas”, pero Yrigoyen si no en doctrina, en la práctica era tolerante frente a sus contestarios, mientras Perón se deslizó por una pendiente autoritaria que lo indujo a la represión de los opositores. A pesar de su mesianismo mayoritario, Yrigoyen no deprimió las libertades ni extendió las dimensiones del Estado porque no fue, por cierto, un dictador, y aunque en su decadencia tuvo favoritos no consintió exprofeso la adulación. A la inversa, Perón se propuso montar un enérgico y pragmático sistema de poder, acrecentó con nuevos cometidos y controles el volumen de la administración y permitió sin repugnancia que a su alrededor fermentara un tufo de adulonería insoportable. Yrigoyen no transgredió los fueros del Poder Judicial y al menos durante su primer período no manejó a su antojo a los parlamentarios del radicalismo ni pretendió nunca acallar la oposición de los grandes diarios. Perón, que al través del jucio político renovó la composición de la Suprema Corte, dispuso discrecionalmente de la mayoría parlamentaria y controló los medios de información, contralor que el manejo discrecional y burocrático de las cuotas de papel hizo aun más exigente respecto de la prensa escrita, algunos de cuyos órganos no vaciló en clausurar o “expropiar”.
Mas adelante, en el mismo capítulo, Sánchez Sorondo se refiere al supuesto fascismo de Perón:
Ahora bien, afirmar que Perón y el fenómeno político que engendró son una especie criolla dentro del género contemporáneamente alumbrado por los totalismos es una interpretación que a fuer de simplista añade poco o nada al análisis del tema y, por lo tanto, no ayuda a ofrecer evidencias acerca de las significaciones del nuevo movimiento de masas y de esa seducción con que lo atrajo y lo formó a su vera el joven coronel del 43. Toda jefatura personal de tipo aglutinante tiene características similares expresadas en la relación carismática. Pero ese denominador común, considerado en abstracto, no permite auscultar las diferencias proporcionadas por la riquísima diversidad de los procesos políticos; no suministra el conocimiento de los contenidos existenciales. Incluso el desencuentro cronológico que separa al peronismo de las dictaduras europeas, es es, el sincronismo entre los comienzos peronistas y el descalabro inminente de aquellas, muestra a las claras cómo la reminiscencia fascista en aquella etapa de nuestra política nacional fue una vibración póstuma, un eco tardío y falto de resuello. Tales reflejos de un estilo asequible al temperamento de Perón no trascendieron a la masa de los y corifeos, al espíritu festival del pueblo”.
Así, aunque contagiosa, resulta a la postre estéril la asociación de ideas que forzando rezagadas conexiones de época pretende inducirnos a creer que la experiencia peronista es tan sólo un calco de las precedentes autocracias occidentales y que, en consecuencia, no hubiera siquiera existido sin ellas. Por el contrario, en la medida en que las derivaciones de la posguerra acentuarán la soledad y el ensimismamiento de nuestro país, el peronismo fue mostrando su perfil nativo, sus elementos de actualidad nacional. En este sentido, la autonomía del proceso peronista respecto delas influencias foráneas ofrece pruebas incontrastables: no hay como hechura del pueblo argentino nada más nuestro y, por ende, más intransferible. De ahí que por ser la revelación de una circunstancia argentina Peón no tuvo émulos en nuestra América. La indudable disonancia de Perón respecto de los valores del Estado de Derecho responde, pues, a connotaciones exclusivamente nacionales”.
Hasta aquí, y a modo de muestra gratis, la prosa de don Marcelo Sánchez Sorondo. Como se ve hay aquí más conocimiento del país, más solidez argumentativa y consistencia analítica que en las tonterías acumuladas en millones de “papers” por Halperín Donghi, Romero y sus epígonos. Y no faltan en la descripción que hemos leído, y en la totalidad del capítulo en cuestión, juicios críticos al modo con que Perón ejerció ese poder que había creado. Ni el enfrentamiento con la Iglesia, ni la quema de algunos templos, fueron episodios gratos a la memoria de este inteligente y pródigo hijo del “ancien régime”, ni la prisión de los dirigentes opositores, como Ricardo Balbín o Federico Pinedo fueron celebrados por él y sus conmilitones. Pero hay en estos párrafos, y en todo este libro, un profundo hálito argentino y una, hoy escasa, visión del “continuum” histórico que significa una sociedad, un delgado pero firme cabello de Ariadna que guía al Teseo contemporáneo a adentrarse en nuestro propio laberinto.
Cuando el presidente de los EE.UU. reprocha a nuestros presidentes latinoamericanos por su machacón historicismo, releer a Marcelo Sánchez Sorondo, como releer a Jorge Abelardo Ramos, a José María Rosa o a Fermín Chávez, es un necesario ejercicio de autonomía intelectual. Porque eso somos, el producto de ese laberinto, y del conjunto de tradiciones de pensamiento que se metieron en él para enfrentar al Minotauro mitrista.
Buenos Aires, 18 de mayo de 2015.