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Volver, salga pato o gallareta

En 1985 el Centro Editor de América Latina editó un libro que se llamó La Argentina Exilada. Sus recopiladores me pidieron que escribiese algo sobre aquellos años. Hoy he vuelto a encontrarme con ese texto.
En el mes de agosto de 1977, una noche fría y lluviosa, tomé, junto a mi mujer y dos hijas, un avión de AA que nos depositó -26 horas después- en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo, Suecia. Tenía treinta años.
Detrás mío dejaba mi infancia y mi adolescencia en Tandil, mis estudios de abogado en la Universidad Católica Argentina, mis años de formación intelectual y política, y la década más apasionante que haya vivido mi generación: que, de manera épica, se inicia el 29 de mayo de 1969 en Córdoba. Dejaba también cantidad de amigos y compañeros, una punta de sueños no realizados y dieciocho meses de pesadilla. También dejé una gata, Almendra, negra y sedosa, que según tengo entendido creó una importante familia de gatos.
En diciembre de 1969 me afilié al entonces Partido Socialista de la Izquierda Nacional. Milité en el movimiento estudiantil y representé a la Agrupación Universitaria Nacional en el Congreso de la FUA de 1970, donde obtuvimos la dirección en unión con otros sectores nacionales. Fue la FUA de Teruggi, como se la llamó. Por primera vez, el movimiento estudiantil reformista reivindicaba el 17 de octubre de 1945 y el peronismo. Teruggi fue asesinado en 1976. Vaya este recuerdo como homenaje a su patriotismo y a su convicción socialista.
De esta época estudiantil guardo con orgullo una carta del general Perón, en la que nos expresaba sus coincidencias con las banderas de aquel X° Congreso de la FUA.
Fui cofundador del Frente de Izquierda Popular, en 1971, Desde ese momento hasta 1977 , cuando abandoné el país, miembro de la Junta Nacional de este partido. Dirigí el periódico partidario Izquierda Popular desde 1973 hasta 1976. La actividad política me permitió, entre otras cosas, recorrer el país casi en su totalidad. Conocí a Perón en una entrevista en el 72 en la casa de la calle Gaspar Campos, junto con Jorge Abelardo Ramos, Jorge Enea Spilimbergo, Blas Alberti y otros compañeros de la dirección del FIP. Volví a verlo al año siguiente, cuando aceptó que nuestro FIP lo llevase en la fórmula presidencial en las elecciones de Julio de 1973.
Profesionalmente he hecho ingentes esfuerzos para ganarme el pan como periodista. Trabajé en Panorama, Confirmado y Cuestionario, entre otras revistas. Pero mi mayor experiencia profesional ha sido en publicaciones políticas.
En 1977 decido irme del país. Por un lado, el clima de terror impuesto por la dictadura se hacía insostenible. Comienzan las anónimas amenazas telefónicas a la redacción de Confirmado y la sugerencia de la Secretaría de prensa al dueño de la revista de que prescindiera de mis servicios. El doctor Agulla, en un gesto que lo honra, me explico el planteo hecho por el capitán Carpintero -secretario de prensa de Videla- y me comunica su decisión de no hacerlo efectivo. No obstante ello me aconseja abandonar el país y durante varios meses continúa pagándome el sueldo pese a que virtualmente ya no concurría a la redacción.
Simultáneamente, el FIP vivía una honda crisis interna. Las relaciones entre los compañeros, comúnmente fraternales, se habían enrarecido y un clima de despotismo autoritario por parte de sectores de la dirección sofocaba la vida política interna. La discusión planteada -que hacía a las posibilidades de una vida interna democrática y a la coexistencia de líneas internas unidas por la concepción estratégica de la Izquierda Nacional- llevaba un enfrentamiento con un grupo de la dirección que podía terminar en una ruptura no deseada por mi parte, en ese momento. Por otro lado, nuestra organización partidaria tampoco estaba en condiciones de mantener la seguridad personal de los militantes.
Por todas estas razones decido con mi mujer irme del país. Hice conocer mi decisión a la dirección del partido y me puse a su disposición para lo que pudiera ser útil en mi nueva residencia.
Me fui de la Argentina con un espantoso sentimiento de derrota. El terror del Estado oligárquico imperialista y la demencia de los grupos armados no dejaban lugar para la política. Día a día desaparecían amigos, conocidos, parientes. Martínez de Hoz se alzaba omnímodamente sobre las ruinas de la industria nacional y la desaparición y el asesinato de miles de argentinos.
Lo de elegir Suecia fue simplemente que unos amigos se habían trasladado hasta allá unos meses antes. En tren de tener que irnos, pensamos que lo mejor era un páis donde conociéramos a alguien y donde, por estos amigos, sabíamos cuáles eran las condiciones. Quizás haya jugado también el recuerdo inconsciente de alguna película de Bergman, de Vilgot Sjöman. O simplemente la distancia enorme entre el Polo Sur y el Polo Norte. De todas maneras hacía allí nos fuimos.
El viaje fue horrible. Por primera vez en mi vida sufrí de mareo. Todo el cruce del atlántico lo pasé en el pequeño cuarto de baño del avión. Creo que me saqué de adentro todo lo horrible con que me había cargado en los últimos tiempos.
Temblando y vacío aterrizamos en Arlanda.
En los primeros tiempos soñaba que, por alguna razón, regresaba a la Argentina y no podía volver a salir. Me despertaba aterrorizado. Los primeros tres años fueron verdaderamente caóticos en el plano personal. Me aboqué casi obsesivamente a estudiar sueco. Las noches eran interminables. Acostumbrados a la vida vertiginosa de Buenos Aires, nos abrumaba la tranquilidad provinciana de Estocolmo y la falta de amigos y lugares de encuentro. No obstante ello, la situación me daba un necesario respiro para la reflexión personal.
Por supuesto, atravesamos una brutal crisis en nuestra relación de pareja. Lo que ocurre, creo entender, es que de repente te encontrás carente de todos los filtros y amortiguadores que te da el vivir en tu país: la familia, el trabajo, la militancia, los amigos. Y te encontrás absolutamente a solas con tus fantasmas. Has convivido con ellos durante años, pero sin darte cuenta que están ahí. Y de pronto brotan y quedan sueltos bailando una danza obscena. Creo que también juega, en este sentido, la situación de extrañamiento, de encontrarte en tierra extraña. Como nadie te conoce, jugás con la fantasía de hacer lo que se te dé la mismísima gana.
Es un poco como la fantasía omnipotente de los viajes. De todas maneras, en mi caso esta crisis no terminó con la separación. Aunque la incluyó en alguno de sus apasionantes capítulos. Lo cierto es que en el exilio los matrimonios o las parejas se deshacían con una velocidad mucho mayor que acá.
Otro tema es el de los chicos. Mis hijas tenían siete y tres años cuando llegamos a Estocolmo. La mayor comenzó la escuela primaria y la menor en una guardería. Tengo la sensación que el idioma fue para ellas un problema infinitamente menor que para nosotros, los adultos. Crecieron perfectamente bilingües, manteniendo el castellano -o el argentino- como idioma del hogar y de relación con los latinoamericanos y el sueco como idioma social. Por nuestra parte, lo que intentamos fue darles un cierto ámbito de seguridad, de apoyto, para que no se sintieran más raros o marginados que lo estrictamente impuesto por la propia sociedad.
Desde un principio, yo me aferré a la idea de que me había visto obligado a irme de mi país y que esto era algo que lo tenía que manejar con la mayor objetividad posible. En ningún momento soñé con la idea de radicarme en algún otro país, pensando que allí estaría mejor o menos mal. Convencido de que el “mal” viajaba conmigo, me dediqué a hacer mi estadía en Suecia -por todo lo que ella durase- tan positiva como fuese posible. No viví por lo tanto lo que llamábamos el “síndrome de la valija hecha”. Los que vivían en España añoraban vivir en Venezuela porque era más cerca de la Argentina, los que vivían en Suecia soñaban con el sol y la alegría española y los que estaban en España suspiraban por las ventajas de la sociedad de bienestar escandinava. Todo ello no era sino la angustia de no poder estar donde querían, esto es, en nuestra patria. Yo creía entender esto, de modo que traté de arraigarme en Suecia, conocer su idioma, su gente, su historia y su sociedad y desde un primer momento decidí que al único país adonde me mudaría sería a la Argentina.
No puedo negar que en los primeros tiempos se me cruzó por la cabeza la idea de no volver nunca más. Creo que en algún momento a todos los que estuvimos afuera la Argentina se nos representaba como un paraíso inexorablemente perdido.
Esa sensación desapareció completamente el 2 de abril de 1982. Recuerdo que la colonia argentina en Estocolmo había organizado una manifestación ante la embajada argentina en protesta por la represión a la movilización popular en Plaza de Mayo del 30 de marzo. Cuando los diarios suecos aparecieron con titulares catástrofe anunciando la recuperación militar de las islas, un grupo de amigos -Jorge Grondona, Luis Monsalve, María Isabel Santamaría, María Inés Walter, Jorge Ocampo, entre otros- nos conectamos con los organizadores de la marcha y les sugerimos transformarla en un acto de repudio a la piratería británica y de reafirmación de nuestros derechos sobre las Malvinas. Lamentablemente no fuimos so suficientemente convincentes y sólo logramos que la columna manifestase primero ante la embajada argentina y luego ante la inglesa. A partir del 2 de Abril nuestra pertenencia a Argentina y a América Latina se convirtió en quizás la primera experiencia de lucha en el exilio. De pronto veíamos que la opinión pública expresada por los grandes diarios e incluso por las autoridades, que haste el día antes se había solidarizado con nuestros reclamos, se tornaba hostil. Fueron inútiles nuestras visitas a las distintas redacciones tratando de explicar la legitimidad de la posición argentina. También lo fueron nuestras entrevistas con distintos dirigentes, tanto del oficialismo socialdemócrata como de la oposición. Olaf Palme -el primer ministro- y Pierre Schori -hombre fuerte de la cancillería- escucharon sonrientes nuestras argumentaciones y con cordialidad y firmeza trataron de explicarnos que todo no era más que el sueño ebrio de un dictador de tierras calientes. Cuando la flota británica iba en camino a Puerto Argentino, organizamos una manifestación ante la embajada inglesa en Estocolmo, frente a la cual quemamos una Unión Jack adornada con el tradicional símbolo de la piratería. El matutino socialdemócrata no vaciló en titular en primera página “La manifestación más pequeña del año”. Efectivamente habíamos logrado reunir a 19 patriotas que así expresaron su repudio a la ocupación colonial y su sentimiento nacional.
En estas jornadas se hizo evidente para mí que muy poco era lo que los latinoamericanos y los argentinos teníamos para hacer en el Norte. Lástima y conmiseración despertaríamos siempre y cuando expusiésemos nuestras llagas, nuestros muertos, nuestras miserias. Pero ni bien, por las vías más inesperadas, nos poníamos de pie y tomábamos lo que era nuestro, la piedad se convertía en indiferencia, sino en abierta hostilidad. Tengo como satisfacción personal el haber logrado convencer de la legitimidad de nuestra causa a dos ciudadanos británicos, compañeros de trabajo, con quienes discutí durante largas noches boreales la información de la prensa inglesa. La derrota de Puerto Argentino tuvo como resultado la decisión de regresar a la Argentina.
Regresé, por primera vez, el 9 de Julio de 1982. Fue una experiencia relativamente traumática. En primer lugar, yo venía con el espíritu inflamado por las jornadas malvineras. Y encontré un Buenos Aires más derrotado aún que el que había dejado en 1977. Charli García cantaba “No bombardeen Buenos Aires” y la mayoría de los amigos estaba convencida de haber sido engañada por Galtieri. Mi entusiasmo, mi convicción sobre que la experiencia de Malvinas tendría consecuencias incalculables sobre nuestro desarrollo político sonaban como una carcajada en un velorio.
Por otra parte, siete años en la sociedad de bienestar me habían borrado los reflejos condicionados propios de nuestra escasez y nuestra crisis. Para decirlo más concretamente: vivir en el Norte -o por lo menos en Suecia- significa conseguirse un trabajo de 6 a 8 horas diarias de lunes a viernes, cobrar un sueldo de 800 o 900 dólares, tener entre 67 7 horas de tiempo libre por día, tener asistencia médica gratis cubierta por el Estado, contar con piletas de natación, campos de deportes y actividades sociales sostenidas por el municipio y calcular si este mes me meto en un crédito a 18 meses para pagar un equipo de vídeo o una computadora personal. No voy a explicar lo que la palabra vivir significa en nuestras costas porque forma parte de la experiencia de los lectores..
A los seis meses de haber vuelto, me encontraba desocupado, sin perspectivas laborales, con mi mujer y mis hijas en Estocolmo esperando el telegrama que les dijese “vénganse”´. Decidí volver al Polo Norte. Pero esta vez, sí, viví la pálida del exilio. Le había vuelto a tomar el gusto a Buenos Aires. El bienestar nórdico se me hacía como una especie de muerte por congelamiento. Recuerdo uno de los cuentos árticos de Jack London, donde el protagonista muere congelado en Alaska. Es una muerte dulce. Un suave sopor lo invade mientras siente que, lentamente, empieza a perder toda sensibilidad. Un Nirvana helado lo recibe en sus brazos para no soltarlo más.
Mi mujer y yo decidimos volvernos, salga pato o gallareta. Acá estamos. Ocho años más viejos, o más maduros. Con muchos recuerdos. Con inolvidables y solidarios amigos en el Polo Norte.
Con palabras de Miguel Hernández:
"Lo que hay de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por yerros alterado,
mi vida humilde, y por humilde, muda
y Dios dirá que está siempre callado".
Buenos Aires, 1983.